Caro Augusto,

al tipo del dibujo me gusta imaginarlo feliz, sentado al pie del cerro, en Belén, en el inicio del camino que trepa, con esfuerzo, y algo de hielo en la senda, hasta la cumbre donde hay una virgen.

Parece ser que en invierno muchos excursionistas ascienden demasiado tarde y se les hace de noche mientras están en pleno descenso. Y se pierden.

Uno de ellos sufrió el percance y mientras se preguntaba de qué modo llegar a la base, entre espinos y cactus de mal carácter, iniciando una carrera, perdida de antemano, contra la oscuridad creciente y la pendiente negra, se dijo que no era más que una escena ridícula, muy lejos de cualquier heroicidad, romperse la crisma en ese safari tan poco ortodoxo y decididamente absurdo.

Pensó, como un urbanita sensato, que aquella desorientación entre la espesura, el hielo resbaladizo, las espinas y los inesperados precipicios no eran nada si se comparaba el episodio, por ejemplo, con Aguirre, el de la cólera de Dios. Y, como buen argentino desdoblado, el Pepe Grillo que lo observaba implacable, le susurraba con sarcasmo que el tal Aguirre, para siempre en la piel de Klaus Kinski, había terminado liquidando a todo el mundo que lo rodeaba en medio de una locura tan cinematográfica como conquistadora.

Todo eso lo pensó como una ráfaga mientras procuraba guiarse por las luces de la ciudad, allá lejos, deshaciéndose de las estocadas de los cardales y sudando bajo un polar rojo que si hubiese sido de día podría haber servido de señal para un eventual rescatador experimentado.

El cuerpo, inflamado de adrenalina, le indultó del dolor inmediato de las estocadas y, además, le permitió superar algunos esguinces antiguos repentinamente reavivados por los pasos vacilantes y las caídas continuas.
Está claro que en varios momentos de reflexión mínima apeló al teléfono móvil, pero como es de rigor... no había cobertura.

Finalmente, tras una hora y media de tropezones y excesos musculares, llegó a una senda que lo llevó a una casa muy humilde donde un viejo catamarqueño lo guió unos cincuenta metros hasta el inicio de una calle que desembocaba en otra, ya iluminada, en la dirección del centro de la ciudad.
Debajo del primer farol vio que llevaba decenas de espinas clavadas en la ropa, las manos ensangrentadas y, supuso, un rostro como jamás se había visto a sí mismo.

Por alguna razón pensó que todo aquel novelón disparatado que acababa de vivir en una igualmente esperpéntica realidad debía ser una alegoría.
Cuando finalmente conocí la historia... me gustó el modo en que había llegado a ese concepto, aunque no era necesario preguntarle la razón, y fue así como bauticé el dibujo que por entonces permanecía sin firma y sin identidad.

Un abrazo.

Pablo.