Caro Augusto,

Fue raro encontrarlo porque ocurrió en París, una mañana no demasiado fría, durante la que decidimos recorrer el Canal San Martin porque es un paseo melancólico y donde mi hijo Nicolás quería sacar fotografías.

Yo me quedé en uno de los puentecillos mirando esa especie de riachuelo estancado, pero hermoso, y observaba a Nico buscando las tomas más interesantes y en las posturas más complicadas.

No había prácticamente nadie en los alrededores y era uno de esos momentos en los que da la sensación de que todas las piezas encajan y el caos al que uno se va acostumbrando como a una peste somnolienta se pusiera repentinamente en orden.

Por esa razón, creo, no me extrañó escuchar el bandoneón y el tango. Formaba parte de la epifanía, así lo pensé, aunque no es una palabra que me guste demasiado. Pero cuando aparece suele quedarse en la frase.

Me di la vuelta y vi al tipo arrodillado y tocando para sí en un sendero por el que imaginaba que ese día no pasaría prácticamente nadie. Le hice una seña a Nicolás y me acerqué al hombre.

Cuando levantó la vista, mediado ya “Sur”, lo reconocí. Habíamos compartido un año del colegio secundario, en el Nacional Nº 1, Rosario, y después no habíamos vuelto a vernos. Pero lo recordaba como el único estudiante que se tomaba en serio la clase de música y no hacía comentarios obscenos sobre la profesora, una auténtica belleza que solía hacernos perder el ritmo. O cambiarlo.

-Me acuerdo de vos –dijo, sin dejar de acariciar el fuelle como si fuera una criatura a la que pretendiera hacer dormir-. Te vi pasar hacer un rato y supongo que es tu hijo...

Le di la mano con fuerza y respondió al saludo, aunque percibí que aquellos segundos lo alejaban del tango y eso le hacía daño.

-¿Seguís dibujando? –preguntó.

-Sí.

-Me alegro. Yo por fin pude respirar a fondo.

-Creo que estabas estudiando medicina –aventuré.

-Eso es. Y me recibí, me casé, y tuve dos hijos, y me separé, y me fui varios años con Médicos sin Fronteras y viví con varias mujeres y no sirvió de nada. Seguía estando completamente solo y con un desasosiego inagotable. Y me di cuenta de que eso no iba a cambiar. De modo que me deshice de todo. Incluso de las fotos de mis hijos. Hace años ya.

De pronto sonrió y siempre dándole bajito al tango, añadió:

-Supongo que no soy tan libre si el único modo en el que puedo tocar es de rodillas.

Nico apareció a mi lado y me miró. Comprendió enseguida que esa foto hubiera sido como una intrusión violenta. Guardó la cámara.

Un soplo de viento helado recorrió el canal y el bandoneonista procuró cerrarse las solapas del viejo gabán.

Nico se sacó la bufanda y se la puso alrededor del cuello.

No recuerdo la despedida, sólo lo que refleja el dibujo.

Un abrazo.

Pablo.