Caro Augusto,

hubo una época en la que alguien tuvo la temeridad de encargarme unas cuantas biografías para una revista especialmente estimulante que salió en Barcelona, por supuesto... por poco tiempo.

Ya sabés cómo es este oficio abracadabrante: si algo te gusta suele durar poco. Supongo que tu web es la excepción que no redime la regla aunque le da alguna esperanza.

En fin, que entre esas biografías, estuvo la de Bob Dylan, un tipo que sigue durando con la cabeza en plena sosegada euforia creativa que, incluso, sobrevivió escuálidamente a una película de Sam Peckinpah, lo que no deja de ser una sólida acrobacia existencial... considerando el carácter del tipo.

Claro que Bob había lidiado consigo mismo y con las fechorías, demenciales, de otro Sam, el Tío Sam, lo que lo habilitaba para un pugilato relativamente sin sorpresas.

Bueno, el asunto es que Dylan solía decir "Soy Bob Dylan cuando tengo que serlo. El resto del tiempo soy yo mismo". Eso fue lo que entusiasmó a Pat Garret y a Billy The Kid cuando le presentaron a ese gato flaco a Pechinpah y a él se debe aquella célebre balada. Así fue cómo entró el folk en el paisaje de las leyendas del Oeste norteamericano. Pensando en ese Dylan contradictorio y escuchimizado, como si fuera un personaje de historieta cómica, definitivamente minúsculo comparado con los héroes del gatillo fácil, fue que dibujé al cantante y compositor del cuadro.

En todo caso, me gustaría añadir que un día, en Duluth, un gran amigo italoamericano llamado Mike Michelli, una especie de hippie lacaniano, estudioso de las andanzas de Bob, me dijo desde las brumas de su mirada azul: "Es un pingo tan difícil que ni siquiera Josephine Baker lo hubiese adoptado..."

Allí, en la mismísima Duluth, Minnesota, había nacido en 1941 Robert Allen Zimmerman para acabar, al menos en mi caso, componiendo con una pluma negra bajo una lámpara roja, ya bobdylanizado, como un trovador prostibulario de la vieja y renovada, siempre mágica, calle Pichincha.

Un abrazo. Pablo.