Imagino su sonrisa canyengue y las rodillas perfectas.

Caro Augusto,

Malena, la que canta el tango también, es esa mujer imaginaria contra la que se agolpan muchos cuerpo a cuerpo, sobre todo en épocas de hormona feroz, y feliz, y que se compone de ese cambalache, nunca mejor dicho, con el que el cerebro se pertrecha y se distorsiona. Felizmente.

De todos modos, en el caso de este tipo, al que apenas conozco y que solamente escuché una vez, muy de pasada, en La Puerta del Ángel, en Barcelona, esa Malena universal en la que yo creo como un fundamentalista personal, eran muchas en sus melodías. Eso pensé como una ráfaga.

Me sorprendió porque la gente que lo rodeaba se quedaba lejos, a varios metros, como si aquel tipo ensisismado estuviera vacío en la calle y de vez en cuando se atreviera a habitarse al compás de su música.

Estaba y no estaba.

Un pibito se puso a llorar sin motivo. Sin gritos, en silencio, como si supiera algo que los demás sólo podíamos racionalizar con una especie de soberbia inútil.

Digo que fue fugaz mi visión porque aunque estuve allí a lo largo de varias de sus interpretaciones, no siempre podía escucharlo con claridad; más bien luchaba contra una distracción desbocada en la que veía paisajes próximos o remotos, míos y ajenos, no tenía la menor importancia, en color y en blanco y negro.

Supuse, como siempre, que era yo el que merodeaba por mi laberinto oscuro y que no era estrictamente una cuestión que surgiera de la música.

Fue entonces cuando observé la distancia de la gente y al cabo de unos minutos el llanto del pibe.

La madre lo alzó, lo abrazó con fuerza en vez de enojarse con él, y se lo llevó muy abrigado como si un enemigo febril la persiguiera.

Me dije que todo era una patraña, una deformación profesional de escritor por encargo, un eslabón más de esa cadena de ideas que voy necesitando día tras día para cumplir con laburos tan necesarios como inverosímiles y, a veces, completamente enfermizos. Para mí, quiero decir. Pero no. Había algo en los dedos y las cuerdas, como si una araña de carne hiciera equilibrios perfectamente diseñados sobre varios alambres de funambulista, que exiliaban al tipo de la música. Las manos eran huérfanas de todo control. Lo que yo vi, al menos, era que dentro de aquella figura tan habitual en esa calle peatonal y tumultuosa no había nadie que yo pudiera reconocer. No había nadie a quien la música invocara para identificarme. Y, no obstante, la gente se detenía, con prudencia, pero continuaba allí, absorta y atenta, supongo, a sus propios laberintos privados. Como yo mismo.

Cuando lo dibujé pensé que tal vez, por humanizar el horror del vacío, era una mujer lo que lo abstraía de la calle, de la gente, del instrumento, de sí mismo. Era la Malena que cada cual compone desde la primera teta, enredada, como se debe, entre flecos de felicidad y de dolor.

Y allí está.

Fue la única vez que lo vi. Es más. Cuando le conté a algunos amigos que habían estado en el sitio ese día, un poco antes o un poco después, ni siquiera habían reparado en él. Ni siquiera lo habían oído.

Malena tiene esas cosas.

Un abrazo. Pablo.