Caro Augusto,

Resulta cuando menos oportuno que hayas seleccionado para el inicio de este año de pasado feroz a Rocco S., el de las dos guitarras.

No hay una explicación demasiado coherente, suponiendo que la coherencia tuviera algún significado entre las huestes actuales de homo y fémina sapiens recontrasapiens, criaturas avanzadas desde el práctico, y hoy tan caro, molusco inicial. Porque Rocco nunca había tocado la guitarra hasta que encontró una en el baño de un amigo.

La familia lo había confinado allí para que jugara con las cuerdas y dado ese antecedente, Rocco se dijo que podía intentarlo sin que los vecinos atacaran el departamento armados de impaciencia y napalm casera. Así, en esa postura tan natural y que suele resultar violenta en los films, algo ridícula si alguien entra inesperadamente, y tan feliz cuando el resultado es sencillo, es decir... la de inodoro con ser humano sentado, Rocco comenzó a rasguear.

Mientras lo hizo concienzudamente, procurando conseguir algún acorde respetable, la cosa no funcionó. Pero luego, ensisismado, que es como ensimismado pero en tercera persona, porque casi no era él el que divagaba, continuó trabajando con la araña de los dedos, pero con sus disparates de músico espontáneo en otros confines.

Y así, con una indolencia tan de soledad e inodoro, miró de pronto hacia abajo y vio que la araña había dejado de deambular como una drogadicta y tejía su red melódica ocupándose de las cuerdas con una sabiduría que alejó el dominio de Rocco sobre sus dedos.

Se quedó pasmado observando las contorsiones de las patas multiplicadas del bicho de carne que sólo respondía a un mandato oculto, al menos oculto para él, y que, no obstante, Rocco sabía que se había generado en algún lugar de sí mismo. Una melodía ensimismísima, pensó, casi sonriente.

Cuando la mano recuperó su ignorancia absoluta y Rocco su control, la música quedó grabada en su cabeza y lamentó, como siempre, no poder cantarla, ni silbarla, porque jamás había tenido el menor oído para la música y, en cambio, había sido el hazmerreír del coro colegial y, naturalmente, jamás sedujo a una muchacha de su lejana adolescencia tarareando Puente Pesoa. Ni siquiera un zucundún.

Dejó la guitarra, salió del cuarto de baño aliviado, como si fuera un hombre absorto que había conseguido colocar una pieza fugitiva, que ni siquiera sabía que existía, en el puzzle de su biografía.

Cuando me contó la historia, en un desangelado almacén de patio embarrado, muy cerca de San Martín de las Escobas, creí saber, exactamente, que lo que había sucedido era más cuestión de guitarras que de magia.

Como si Rocco llevara una guitarra cancionera más allá de la que había intentado rasguear y dada una concatenación imprevisible de hechos en el paisaje reducido del baño, hubiera aparecido con vida propia para dejarle un grano de su existencia con antifaz.

Y así salió y así lo viste.
Un abrazo.
Pablo.