Caro Augusto,

-Si querés que me acuerde de vos, tapame los oídos -me dijo el tipo.

Era en la estación de Las Varillas, junto a la estación de ómnibus, una siesta de invierno, helada, ventosa y gris y el tipo no tocaba, se limitaba a mirar hacia algún paisaje interior que nadie más veía y que, tal vez, él mismo prefería ignorar.

Le pregunté si tenía frío o hambre. Éramos dos parejas en viaje hacia el norte y necesitábamos un café, de modo que pensé que el músico a la intemperie necesitaba mucho más.

-Un jamón y queso -dijo, y paseó fugazmente sobre mí una mirada que en ese momento pensé que era aguachenta porque la asocié con el agua más o menos celeste que salía de la cloaca de la casa de mi Nonanita y se deslizaba junto al cordón de la vereda hasta la boca de tormenta de la esquina.

-¿Algo para tomar? ¿Un café?

-Un vino, si le parece bien -dijo, todavía sin mirarme directamente.

Entonces levantó el rostro y pude observar no sólo esa pátina aguachenta sino también una especie de vacío raro. No era que la mirada fuera helada o desconcertante ni nada de eso, era vacía, como si no tuviera libreto en su interior.

Fui a buscar el pan felipe con ración doble de jamón y queso y un vino que el tipo del bar me sirvió en un vaso de vidrio.

Lo miré y adivinó mi pregunta.

-No hay problema, prácticamente forma parte del edificio y del paisaje. Después voy a buscar el vaso. No se preocupe.

Le llevé todo en una bandeja de cartón y regresé al interior para tomar el café. Al cabo de un rato salimos y le compré también un cafe con leche, largo y bien caliente, y un paquete de cigarrillos.

Me agradeció con la imitación, muy gastada, de una sonrisa antigua y por un momento, como me suele ocurrir, pensé, una vez más, que en su momento aquel tipo perdido en la nada, incluso en su nada interior, había sido un bebé al que le habían entalcado el culito y cambiado los pañales.

-A la vuelta pasaremos por acá -le dije- y espero verlo.

Fue entonces cuando fijó su mirada velada en mí, por encima del pocillo de café y me dijo: "Si querés que me acuerde de vos, tapame los oídos".

Me sorprendió ese comentario y la intensidad del brillo de sus ojos, a pesar de la funda brumosa.

-¿Por qué? -quise saber.

-Todo lo que me diga lo pierdo. Se me caen las palabras por las orejas. Nadie lo ve y tampoco importa demasiado, pero fue amable conmigo y se lo debo. Lo que me dicen queda un rato y luego se derraman las letras, caóticamente, por mis orejas y puedo verlas cómo las arrastra el viento y se van en las suelas de los zapatos. Así que cuando vuelva por aquí lo que hemos hablado y las palabras que yo mismo me he dicho sobre usted habrán desaparecido y no lo voy a reconocer. No será falta de gratitud, será que hoy ya no estará, al menos no todo junto y en mí, sino desperdigado sin remedio.

Fue así como lo dibujé, perdiendo las palabras dichas letra a letra.

Al final pensé que no era bueno volver por la misma ruta.

Un abrazo. Pablo.