Caro Augusto,

El pensador surgió, a la vez, de dos senderos que se bifurcaron hace ya varios años, durante una pelea más con uno de los directores de la revista Playboy.

El tipo, que por entonces parecía cabal, como dice el tango en la voz de Horacio Molina y según el poema de Borges, resultó un experto en trueques: entregó los testículos a cambio de un puñado de pesetas. Tal vez el análisis sería diferente en la era del Euro y las burbujas, pero aquella era una época de vacas bien alimentadas.

Yo había escrito un cuento que el tipo aceptó con entusiasmo. En este punto debo aclarar que su entusiasmo no era un halago intelectual para mí, sino un alivio porque significaba que aquel personaje del slip adinerado iba a pagarme.

Y ya se sabe que el dinero suele tener alguna importancia.

Así las cosas, y mientras preparaba una ida corta a Sitges con mi mujer y los chicos para visitar a una tribu de amigos con los que compartíamos exilio, malaria y memoria, sí, pero también espantosos y entrañables asados en la playa, con un humor que por entonces rayaba en lo obsceno, sonó el teléfono.

Era el director para decirme que tenía que recortar dos páginas del cuento porque había entrado una publicidad.

Ya se sabe que hay ocasiones en que un anuncio de compresas, incluso en una publicación como Playboy, era capaz de arrasar con lo que fuera. Y en ese caso “lo que fuera” era mi relato.

Le dije que no pensaba cortarlo y que si era imprescindible le escribía otro cuento más corto.

El playboyesco jerifalte me dijo en tono despectivo que si yo creía que era Hemingway. Me limité a decirle que yo no escribía en inglés, que no me gustaban las corridas de toros y que había dejado el alcohol hacía algunos años. Además, lo mío no era la escopeta en la garganta.

En fin, que no vale la pena en este punto desmenuzar carroñerismos conocidos y matonerismos todavía más habituales en el malsano mundo editorial.

Es verdad, no tengo una buena opinión de los editores que he conocido.

Es más, si encontrara a alguno desangrándose en una banquina en una noche helada creo que primero le sacaría una foto para presentar en algún festival de instantáneas “gorepop”. Y luego, tal vez, sólo tal vez, pensaría en detenerle la hemorragia. O no.

El resentimiento es el arma de los derrotados. Mala suerte.

Bien… ¿a qué viene todo este safari de críticas y malos recuerdos? Al hecho de que el pensador, de algún modo, ilustra aquel cuento que al final se publicó tal cual porque, aparentemente, la publicidad de las toallitas higiénicas no era tan dramáticamente urgente. El periodo, quizá, se había retrasado.

En síntesis, el cuento se refería a varios pensadores, no necesariamente profundos, ni sabios, ni interesantes… Sólo tipos corrientes que tenían una pasión obsesiva: la lectura de las páginas deportivas, la jardinería, los chismes de la farándula… y que se morían repentinamente, tras sufrir un súbito y feroz dolor de cabeza.

Un forense al que habían quitado injustamente la licencia, pero que ejercía fraudulentamente, descubría en el cerebro de todos ellos una canica letal… compuesta por un concentrado de la lectura de sus aficiones. Como un tumor enletrado.

El cuento se llama “La peste impresa”.

Ahora, cada vez que veo al pensador, me asalta toda la historia como un chaparrón torrencial.

De modo que te debía la explicación.

Ojo con las jaquecas.

Un abrazo.

Pablo.