Caro Augusto,

En la carretera forma parte de un episodio de esos que suelen entretejerse en las películas de Robert Altman.

El espectador va experimentando las redes en que se entretejen las relaciones más diversas hasta converger por obra y gracia, o desgracia a veces, de las historias en un nudo que ata todas las dispersiones.

Ahora bien… ¿qué sucede si ese espectador no es más que lo que ve? O mejor: ¿si no es más que lo que se cruza en su camino?

Del mismo modo en que hay gente que roba identidades para continuar adelante, generalmente cometiendo crímenes, como en los films de psicópatas, tan atractivos y que siempre consiguen atrapar la atención morbosa del espectador, la mía por ejemplo, hay personas que están vacías y se van rellenando de sucesos tal como aparecen.

El tipo que yace en la carretera es uno de esos gladiadores de espada sin afilar y corazón sin sentimientos que solamente se habita cuando aparece otro para ser fagocitado.

Y más claramente: fagocitado sin hambre ni propósito.

Esa suerte de personalidad prestada lo colma durante un tiempo muy breve, el suficiente para que aparezca un nuevo estímulo que parasite en la identidad yerma o sea parasitado por ella.

No conozco las leyes con exactitud.

El tipo va por la carretera sin armaduras ni defensas ni objetivos atrapando aquí y allá motivos al azar que se desvanecen casi de inmediato. Como los recuerdos de Guy Pearce en “Memento”, aquella película feroz de crímenes, malentendidos y tatuajes, con la flaca y atractiva guerrera de “Matrix” y un peligroso Joe Pantoliano.

Naturalmente, el sujeto de “En la carretera”, ese personaje sin personaje, o con múltiples personajes definitiva y velozmente prestados y esfumados, no es una ocurrencia estrictamente mía. Forma parte de un cuento nocturno que no resultó especialmente interesante salvo por el hecho de que el abuelo que lo relataba, entrampado en la madeja de un Alzheimer creciente, iba perdiendo el hilo de su cuento a medida en que lo contaba, de modo que si sufría una interrupción todo desaparecía para siempre.

Escuchándolo, procurando que nada lo distrajera, pensé que le sucedía lo mismo que a esos héroes de películas de aventuras que cuando están a punto de llegar al destino fijado deben transitar por una senda estrecha, entre una ladera vertical y un precipicio profundo, mientras el camino va desintegrándose detrás de cada huella y corren sin mirar atrás y, en general, llevando de la mano a la bella aventurera de turno.

El abuelo del relato, que jamás se repetía ni era capaz de reencontrar el camino en cuanto lo transitaba sin mirar atrás, huía frase a frase de una desmemoria feroz que lo acechaba como una maldición infinita.

Fue entonces cuando pensé en un tipo vacío que no escapaba de la nada, sino que la llevaba consigo como un hueco hambriento de identidad, o mejor: de identidades, que ni siquiera el propio tipo sabía que iban sucediéndole.

No suelo releer los textos.

Más que nada por deformación profesional. Si no me doy prisa no hay tallarines en el agua hirviendo.

Sin embargo, a veces, con ciertos relatos, con algunos cuadros, me cuido mucho de releerlos o remirarlos porque siento que puedo internarme en un caos del que jamás podré escapar.

Y lo que es peor, de un caos que me resulte atractivo y que me seduzca hasta convertirme yo mismo en ese tipo vacío que espera sin saberlo a que una aparición lo embarace fugazmente y jamás perciba que va cambiando de presencias foráneas con cada día transcurrido y cada noche avasallada.

En la carretera es, de alguna manera, la metáfora de un hombre saqueado.

Y crea tanta adicción como espanto.

Un abrazo.

Pablo.