Caro Augusto,

Créase o no, como diría el amigo Ripley, así lo encontré al Cumpa Paredes una tarde en Icho Cruz. Habíamos llegado hasta allí a caballo, gambeteando los pinzamientos vertebrales, y lo vimos sentado junto a un fuego chico pero peleón mirando hacia el arroyo.

Siempre sonreía y solía llevar ropas heredadas de algún patrón de campo de modo que las marcas de primera línea en su corpachón rudo y más amigo de las bombachas y las alpargatas que del tejido sofisticado, lo convertía "en mi patroncito" como solía murmurar divertido.

Dicen que Esteban Echeverría miraba la pampa al anochecer y diseñaba la depresión y la lágrima como por arte de espanto.

No le dije nada al Cumpa y le acepté un mate. Hasta que comenzó a oscurecer y entonces me acordé de Echeverría, de su viaje a París, de su cautiva y su matadero y por alguna tribulación del cráneo desbocado sonreí mientras le devolvía el mate.

"No es hora de sonreír", dijo, mirando fuerte por detrás de mí.

Fue más una advertencia que se correspondía con el curso de sus reflexiones que una crítica a mi mueca. Yo solo le serví de pretexto.

Seguimos así un rato, mateando en silencio y seguramente me quedé dormido, aunque solo fueran unos minutos.

Desperté con un sobresalto y allí estaba Paredes, mate en mano, ataviado como siempre, sin los ornamentos del dibujo.

El hereje que me habita se regocijó con la idea de aquel momento mágico, como revolviéndose contra ese racionalismo sistemático que emplean mis amigos defensores agudos del método experimental.

Para la vida me quedo con su punto de vista, pero para la exigencia de la ficción lo prefiero al cumpa con su atavío repleto de colores y de códigos, mateando como si la bombacha y las alpargatas deshilachadas solo fueran un momento imaginario de sí mismo.