Caro Augusto,

este cuadro forma parte, como casi todo, de un pedazo de memoria reivindicativa, ya sabés, suele suceder cuando la realidad, con naturalidad, se venga de sí misma, o se corrige o se articula de un modo que da la impresión de diseñarse espontáneamente para regalarnos un tiempo de alivio.

Algo así me ocurrió una vez, hace mucho tiempo, en la sala de espera de un hospital... Escribí un cuento sobre el episodio, pero es largo, de modo que aquí va el final... que fue el origen de la pareja colorida.

"...Me llamó la atención una pareja de ancianos. Seguramente tenían más de setenta y cinco años. Él era de estatura mediana, delgado, y llevaba un ajado traje color hueso de poplín muy arrugado (el protagonista de “American Psycho” lo hubiese descuartizado sin pensárselo una sola vez), una camisa impecable pero con los puños raídos, una vieja corbata de seda color granate y zapatos punteados con cordones. Ella se había quitado la chaqueta de manga corta y lucía un vestido liviano en dos tonos de gris y zapatos con medio tacón. Le sobraban varios kilos, pero ostentaba la mirada tranquilizadora de las mujeres a gusto en su piel...

...Traté de imaginarlos haciendo el amor. Me encantan las parejas mayores que van de la mano por la calle. Las imagino amándose respetuosamente, con la familiaridad y la mansedumbre que aseguran cincuenta años de convivencia, atiborrados de recuerdos, de pérdidas, de alegrías, de marabuntas de episodios en tecnicolor y en blanco y negro.

El viejo amor es capaz de envolverlo todo con su aura de mágica humildad. Ella podía llevar la carne desordenada en pliegues flácidos. El cuerpo desnudo del anciano podía parecer una momia obscena, pero juntos, cogiéndose de la mano, compartían una memoria rica que ahuyentaba el deterioro físico tras un fulgor de dignidad.

Estaba en medio de esta cruel cavilación cuando sucedieron dos cosas.

Primero, el hilo musical lanzó al aire una versión orquestal de “Begin the Beguine”. Cole Porter tal vez se revolviera en su tumba, pero a mí me gustó escuchar aquella melodía que, según Xavier Cugat, había compuesto Porter con él, en el Waldorf Astoria, y la había titulado así como consecuencia de decirle a Cugat, que era quien estaba sentado al piano: “Begin again, Cugie, begin the beguine”. La repetición de la frase hizo que naciera el clásico.

Y segundo, el viejo se puso en pie, se abotonó la chaqueta y estiró la mano hacia su mujer. Ella dejó el bolso en la silla y obedeció a su marido. Luego, lentamente, comenzaron a bailar.

Bailaban extraordinariamente bien. Se sabían enteros; habían repetido aquellos pasos danzarines durante décadas de ternura compartida, de afición a la música melódica, de incursiones en cientos de fiestas barriales, en decenas de cumpleaños, bautizos y santos familiares, navidades multitudinarias, reuniones de amigos y festejos de pueblos alegres en las latitudes más insospechadas. Daban la impresión de haber superado juntos todas las pestes. Las propias y las ajenas.

Sentí un nudo en el pecho y los ojos se me llenaron de lágrimas. Lo reconozco, no soy un duro del cine de John Ford, más bien un tipo conflictuado en un melodrama de Douglas Sirk.

Todo el mundo los miraba y sonreían triunfales. Aquella pareja de ancianos había resuelto el drama obligado de la espera sin los ardides habituales.

No estaban allí. Habitaban su universo particular, ajenos al tiempo muerto, al lento deambular de los pacientes por la sala de espera, de las enfermeras enérgicas, de los médicos con aspecto variopinto, a veces soberbio, a veces fatigado...

Lamenté que mi viejo no estuviera allí conmigo para verlos. Era un episodio que su sensibilidad intensa hubiese alojado en un paisaje privilegiado.

Bailaban ligeros de equipaje, camaradas irreductibles, enamorados del tiempo que aún les tocaba disfrutar. Nada de desperdiciar horas y más horas en territorios yermos, aguardando en manada el momento de la consulta, la revisión temible, el diagnóstico inesperado.

Cada minuto contaba, era la vida la que ganaba con cada movimiento de sus cuerpos, con cada mirada cálida de la una en el otro. Era como una lección vital gratuita contra las repetitivas conversaciones anodinas que suelen habitar las salas de espera.

Cuando terminó la canción, él la acompañó hasta su silla, se sentó a su lado y comenzaron a charlar en voz muy baja.

Sonrieron comprensivamente cuando una enfermera los llamó por su apellido desde una sonrisa genuinamente amable.

Nadie iba a robarles un sólo instante del resto de su vida. Ellos decidían de qué modo transcurrirían sus minutos, sus horas, y habían resuelto ganarlos cuerpo a cuerpo, atesorando memoria.

Aplaudí mientras se encaminaban hacia el consultorio y todos cuantos me rodeaban, víctimas pacientes de sala, se adhirieron al homenaje. Ese día, de algún modo, la humillación inevitable, o evitable, de la espera interminable había tenido su merecido.

Sólo deseé regresar cincuenta años más tarde, de la mano de una compañera con zapatos de tacón bajo y algunos kilos felices de vieja dama rubensiana, que reviviera conmigo los secretos de una danza largamente compartida".

El cuadro tiene que ver con ese pequeño safari redentor.

Un abrazo. Pablo.