Caro Augusto,

cuando tenía 17 años le dije a mi viejo que quería irme a París a pintar. Ya sabés, una buhardilla, el Sena, la Nouvelle Vague, Pascale Petit, Françoise Hardy, Lino Ventura haciendo policiales y aquella época original que hoy parece una caricatura cuando se quiere vender como un saldo turístico.

No te contesté antes porque efectivamente fui a París para la muestra a la que te invité, pensando que tal vez podías subirte al GEBA Force One y llegarte para tomar un grog y así conseguir en Le Consulat lo que no pudimos beber en algún boliche porteño.

Fui con mi hijo, Nicolás, y recorrimos doce horas por día, sin entrar a un solo museo, todas las calles donde cada piedra es como una especie de memoria perenne de muchísimas batallas. Casi todas perdidas. Pero como lo que cuenta es la batalla y no el diseño de la cicatriz, disfrutamos impúdicamente de la ciudad, los cafés y el reencuentro con amigos de hace muchos años y, de algún modo, cerré un viejo círculo. O di la vuelta mágica a la cinta de Moebius, según se mire, cuyo inicio había nacido en una tarde de siesta, en My Glass, fumando un Chesterfield sin filtro y tomando una copa de calvados con mi viejo, en Rosario.

Además, casi sin saber su historia, nos alojamos en un hotelito dirigido por un amigo colombiano, muy cerca de Notre Dame, donde vivieron Hugo Prat y Chet Baker, tal vez en épocas diferentes, pero donde se percibe la sombra alta de Corto Maltés y, de fondo, el sonido incomparable de la trompeta en una improvisación genial de Tangerine.

En cuanto al dibujo, el guitarrista casi dejó su rasguido ante la potencia de la nostalgia.

Un abrazo. Pablo.