Caro Augusto, el sarraceno es, en realidad, Jack Palance. No el que hizo las flexiones con un solo brazo delante del Hollywood de las alfombras rojas y los escotes demenciales, sino aquel tipo que respiraba como un animal violento y consiguió la cumbre de su puesta en escena genética haciendo de rey de los Hunos.

Nada que ver estrictamente con los sarracenos, excepto en lo que uno lleva de historia interior, la que fabrica entre maní con chocolate, boletos de tranvía y, en aquella época, Bidú Cola o ¡Una Crush, maestro!

En el barrio, por entonces, todos querían ser John Wayne pero mi amigo Yule, en cambio, siempre reivindicó para él a Atila. No importaba que no coincidiera con el bravucón republicano de la cartuchera y los pantalones demasiado cortos. Él era Atila entre los comanches, entre los mescaleros, que seguro que también serían mezcaleros, entre las viñetas de Dick Tracy e, incluso, merodeando en alguna aventura de Bull Rockett.

No tenía límites Yule cuando era Atila.

Muchos años después yo pensé que un tipo así, como el Atila de Yule, podía colarse, como él lo hacía desde la imaginería de la niñez, en programas de telebasura, en concursos inmorales de la TV, en debates políticos impunes e, incluso, en películas absurdas, disparatadas o muy perniciosas y decir lo que consideraba SU verdad.

Escribí el cuento y lo publicaron y sentí que había sido un homenaje a Yule, que murió muy joven, adolescente, sin abandonar jamás su atilesca sonrisa amarilla.

En el cuento, el tipo que aparece en programas en vivo, pero también en sesiones filmadas en la cámara de diputados, en películas antiguas y, naturalmente, en culebrones varios, es como un francotirador de las ondas que mantiene en vilo a todos los adictos a la televisión, conectados permanentemente entre sí, atentos a la aparición súbita, inesperada de ese Atila de Yule cabalgando como el justiciero que siempre supe que deseaba ser. Y que al final pudo.

Un abrazo. Pablo.