Caro Augusto,

Ese cuadro de la nueva ristra colgada en la web, que todavía no tiene título porque los hados del universo inasible no han llevado su nombre hasta la pantalla indicada, se denomina "Un trago más". Forma parte de la vida de un amigo grande y desvanecido, lleno de pantomimas teatrales en su vida y de escenografías radicales en su pasado.

Y, sin embargo, cuando uno menos lo esperaba, siempre al borde de alguna partida, o fuga, según sean las hipermetropías que lo miren, surgía en medio de la madrugada, siempre tarde, como si supiera que su propia muerte era eso, una aparición fugaz e inesperada, que él, a su modo, embadurnaba de alcohol.

Sacaba un cigarrillo, lo amasaba entre los dedos como si quisiera soltarle presión y fumaba displicentemente, fuera el momento que fuera, como si los abismos del exterior chocaran contra el metódico ritual interior sin alterarle la ceremonia.

Nadie dice, y él tampoco lo hizo, que las ceremonias fueran una suerte de inmortalidad, aunque visto desde ahora, o después de algunas copas, lo cierto es que hay rituales que se parecen a la inmortalidad porque funcionan como trincheras contra el Enemigo, con mayúsculas.

Pero regreso al hermano de las apariciones tardías, afectuoso y lleno de posibilidades, pero más que nada lluvioso de proyectos que se iban desenrollando como una víbora interminable. A veces podía pensarse que esa víbora era una invención. Pero no lo era. Le llevaba meses, a veces años, estirar sus caracolas, pero en un momento dado surgía el proyecto y allí estaba él para hacerse cargo de su fotograma.

Y entonces, generalmente las últimas noches de todos mis viajes a Rosario, aparecía con la exigencia de un trago más. A veces, cuando era posible, hace muchos años, y el cuerpo resistía más allá de nuestros peores propósitos, nos sentábamos en algún bar de liquidadores de la noche, y tomábamos ginebra con hielo, o sin hielo, agotando los fasos como si aquel episodio fuera el último y no el que sucedía al anterior y precedía al siguiente en un film que iba montándose año tras años con una parsimonia que, en sí misma, formaba un ritual que alimentábamos los dos. Él surgiendo de alguna bruma privada y ya indefinible y yo tragando el humo de sus cigarrillos amasados.

Muchas veces le dije que se viniera con nosotros. "No pude moverse de aquí, él no vive en ningún otro sitio", dijo mi mujer entonces, con los pies sobre la tierra.

De modo que aquí va... un trago más.

Un abrazo, Pablo.